La monarquía corrupta que solo sabe contar billetes

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«Es una lástima no poder hacer todo lo que uno quiere, pero mucho peor es querer lo que no se debe hacer, y lo más lamentable de todo es poder hacer todo lo que se desea»

Así se lee en el libelo de Stephanus Junius Brutus contra el poder absoluto de los reyes de Francia. Pero volvamos a España. Algunos medios locales han insistido en que Juan Carlos, el campechano, la tenía. ¿De verdad usaba el campechano una máquina de contar billetes de banco mientras el gobierno más corrupto y antisocial de la historia de España —el de Rajoy— legislaba   la   deflación   salarial   y   el   recorte   de   los   servicios públicos y de los derechos de los ciudadanos para sufragar con ello los desmanes de banqueros y especuladores?

No sería, la verdad, la primera vez en la historia que los españoles sufren a un rey infantil al que le gustan los bólidos o cazar animales grandes, y que parece incapaz de moderarse a sí mismo, y ya hemos visto también a la familia real pasar por sus horas más oscuras cuando la corrupción made in Spain dio en la cárcel con el cuñado de Felipe VI.

«Todo en la historia se repite» —escribió Karl Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte —; «primero como tragedia y después como farsa». El pueblo español ya mandó a Alfonso XIII al exilio; ahora su nieto se ha tomado la revancha. En lugar de esperar a que el pueblo le eche, se ha ido él por su cuenta.

Distancia Social

Igual que sucede con otros virus, también el virus de la corrupción se combate con la distancia social. Nada más eficaz contra un corrupto que estar lejos de él y de sus desmanes.

El actual rey de España y su Casa Real quieren tomar distancia del rey   emérito, y   ponerse   la mascarilla   contra la peste de la corrupción. Pese a que los testimonios de los investigados en la causa suiza y española cada vez con más claridad apuntan al rey emérito y a su Casa como un negocio familiar, parecen seguir creyendo que renunciar a la herencia —a una parte de ella, mejor dicho— será suficiente para restaurar la credibilidad de la corona. ¿Conseguirán su propósito? Es preciso recordar que hay dos condiciones jurídicas que deben satisfacerse para que una herencia   sea   efectivamente   transmitida.  

La   primera   es, naturalmente, que el titular de patrimonio que va a ser legado tiene que testar. No sabemos si la primera condición se ha verificado. Pero más interesante aún es advertir que la segunda condición no ha sido satisfecha en modo alguno. De acuerdo con el ordenamiento jurídico vigente, nadie puede renunciar a una herencia que aún no ha recibido, y menos aún (artículo 991 del Código Civil) cuando la persona de la que se hereda no ha fallecido todavía. Felipe Borbón tendrá que hacer algo más que distanciarse socialmente para mantenerse lejos de la (presunta) corrupción de su padre.

Por otro lado, no es tan fácil renunciar solo a una parte de la herencia recibida. Es dudoso, por tanto, que Felipe VI pueda desconocer los millones de dólares procedentes de la dictadura saudí, y que el rey emérito lega a la familia real a través de una oscura fundación con sede en Panamá, y al mismo tiempo no repudiar la corona y la propia legitimidad dinástica que han sido transmitidas, precisamente, por herencia.

Peor aún: se trata de una legitimidad dinástica cuyo origen se remonta al mandato de una dictadura fascista a su vez originada en un golpe de estado contra la Constitución de la II República. Ahora Felipe VI deja al emérito sin estipendio en el presupuesto de la familia real, y el emérito «acuerda» con el heredero su propia salida del país. Mucho nos tememos que Felipe Borbón va a tener que hacer algo más que dejar a su padre sin sueldo.

Dos Semanas en Paradero Desconocido

Aunque Juan Carlos Borbón habría podido estar incluso en Madrid,  el   fugitivo   se   mantuvo   dos   semanas   en   paradero desconocido. Claro que es difícil guardar distancias de un rey dado a la fuga. 

Desde luego, el fugitivo no es un forajido, ya que ningún juez lo ha proclamado fuera de la ley ni lo ha puesto en búsqueda y captura, pero ¡qué bochorno para el estado español y su brazo ejecutivo ignorar el paradero de un monarca que, presuntamente,   ha   salido   del   país   con   un   séquito   de guardaespaldas  pagado  por  el  erario público  español!  Si el desplazamiento era privado, sobraba el comunicado, y si había comunicado entonces no se tiene en pie lo del desplazamiento «privado».

En los primeros días tras la fuga algunos medios locales se apresuraron a afirmar que el rey estaba en alguna república atlántica o incluso caribeña, señaladamente en las tierras del dictador Trujillo y de los negreros que, a la sombra de la dictadura, amasaron fortunas en sus azucareros ingenios con trabajo infantil, y condiciones laborales cercanas a la esclavitud. Hoy sabemos (al menos eso dice la Casa Real) que así no fue.

En realidad,  era   lógico.   Si   el   rey   estaba   en   una   república,  la república ciertamente no estaba en el rey: sólo buscar asilo en Gran Bretaña, Bélgica, Holanda, en alguna de las monarquías escandinavas, o en algún emirato o sultanato árabe habría sido coherente con la condición pretendida por alguien que —educado por Paca la culona (pues así llamaban al criminal Franco algunos de sus conmilitones)— muy   campechanamente ha manifestado querer conservar el título de rey. En efecto, los mejores amigos del emérito son terratenientes caribeños, sultanes, emires y jeques, y parece ser que al  campechano le gusta que le llamen Majestad.

Está   claro   que   la   opacidad   de   toda   la   operación   de expatriación del emérito se contradice con el propósito declarado de la misma, que no era otro que el de ayudar a Felipe VI a hacer frente   al   creciente   descrédito   de   la   monarquía.   Habrá   que reconocer que llueve sobre mojado. La prueba de la opacidad que aún rodea en España a todo cuanto tenga que ver con la Casa Real es que el papel desempeñado por el ex-monarca en la tentativa involucionista de un sector del ejército y de la sociedad civil en febrero de 1981 se encuentra aún por aclarar.

Por más que en los últimos cuarenta años hayan abundado, en medios académicos y periodísticos, los intentos de urdir un relato que blanquease las credenciales democráticas de la Casa Real tanto dentro como fuera de España, muchos de los documentos — civiles y militares— que habrían podido esclarecer el papel desempeñado por el rey Juan Carlos en el 23-F están todavía pendientes de ser desclasificados y de pasar al dominio público.

No Está Procesado

Ahora   bien,  a   efectos   de   poder   leer   correctamente   el significado   de   sus   movimientos,   es   preciso   recordar   que   el emérito   no   se   encuentra   incurso   en   ningún   procedimiento judicial. No solo no es un forajido en busca y captura, sino que ni siquiera está citado como investigado (imputado) o como testigo por la justicia española. La fiscalía suiza ha puesto en su punto de mira alguna de las actividades económicas del ex-monarca, sugiriendo que éste podría haber actuado como comisionista por cuenta propia en el procedimiento de adjudicación de ciertas obras públicas en Arabia Saudí a favor de algunas empresas españolas.

No   está   claro   que   las   diligencias   de   los   jueces españoles tengan por objetivo investigar unos hechos que, en caso de acreditarse, podrían ser constitutivos de un delito de cohecho. Peor aún, es posible que la instrucción, si la hay, no vaya   más   allá   de   investigar   un   delito   de   evasión   fiscal probablemente prescrito.

De modo que los cantantes y cómicos españoles que en los últimos años se atrevieron a poner en verso la presunta corrupción del  jefe del estado fueron procesados y, eventualmente, sufrieron penas de cárcel o tuvieron que marchar al exilio para evitar ser condenados por «injurias a la corona», pero el emérito, que podría haber incurrido en un delito de enriquecimiento   ilícito   y   de   elusión   fiscal   similar   al   del lamentable senador del PP Luis Bárcenas, ha sido capaz de salir de   su   país   sin   mayores   complicaciones.  

Cuando   la   prensa monárquica española llama «prófugo» al President Puigdemont, y «exiliado»   al   rey   emérito,   es   imposible   no   pensar   que   los españoles viven en un país en el que los ladrones con frecuencia no van a la cárcel, y los que van a la cárcel con frecuencia no son los que nos roban. Pero —es preciso insistir— hasta el día de hoy el   rey   emérito   no   ha   sido   ni   siquiera   procesado.   Es   por consiguiente   necio   el   argumento   de   la   prensa   monárquica española que afirma que el rey emérito se encuentra en el exilio.

Al contrario, como ha señalado David Jiménez, el ex-director del diario español El Mundo, el rey Juan Carlos ha abandonado el país dejando dentro de él a todos sus cómplices: los empresarios que   lo   corrompieron,  la   clase   política   que   lo   protegió,   la judicatura que se puso de perfil, la legión de cortesanos que le aplaudió, y la prensa que lo encubrió. La prueba de cargo es que la prensa del régimen insiste en que Puigdemont, que no robó, es un prófugo, mientras que el emérito, como mínimo un presunto evasor fiscal, es un exiliado.

La fiscalía suiza hizo el primer movimiento, pero ahora un segundo frente judicial parece abrirse en España. Teniendo en cuenta   la   ayuda   que   presuntamente   el   rey   emérito   habrá recabado de su compleja red de testaferros y apoyos en el exterior, es posible decir que el rey Juan Carlos se ha fugado.

Lo único que queda por ver es si Su Majestad está simplemente tratando de eludir la acción de la justicia española o si se ha ido de vacaciones. Según algunos medios locales, el emérito ha manifestado su intención de querer regresar a España en el futuro. En tal caso, y si el emérito no está —como aseguran sus letrados— tratando de sustraerse al control del poder judicial, el rey   se   habría   tomado   —como   se   dice   en   España—   unas vacaciones caribeñas.

Los Orígenes

Es imposible no darse cuenta de lo anómalo de la situación, entre otras cosas porque el vodevil español con la monarquía borbónica viene de muy atrás. Fue Franco, el militar golpista que encabezó una feroz dictadura fascista en España durante 37 años, quien nombró a Juan Carlos su «sucesor en la jefatura del estado a título rey». La dinastía borbónica que había llamado a los militares y apoyado la dictadura de Miguel Primo desde 1923, vería recompensado su favor un cuarto de siglo después, con una desvergonzada Ley de Sucesión que volvía a constituir España en Reino 16 años después de la proclamación de la II República.

Aún más desvergonzado fue que el 22 de julio de 1969 el heredero dinástico designado por el golpista saltándose la línea sucesoria recibía también de la dictadura de Franco, por medio de esa misma ley, el encargo de suceder al dictador en la jefatura del estado. Tal era el modus operandi  en España mientras el ejército fue el único y verdadero partido político de la oligarquía: mientras que en tiempos convulsos los borbones llamaban a los militares, en tiempos de paz eran los militares los que llamaban a los borbones.

Este modo de proceder ha resultado siempre estomagante a todos los partidarios de la democracia, y de ahí viene  también  el  interminable  conflicto  en  el  eje  izquierda- derecha sobre la forma del estado español. Mientras que la derecha política no puede dejar de identificar la corona con la unidad territorial de la nación española —en estos días, muy amenazada por el aún activo movimiento independentista catalán — que las fuerzas armadas están llamadas a salvaguardar, para la izquierda es la institución monárquica misma la que carece de legitimidad desde su propio origen al haber sido una y otra vez siempre el resultado de los designios de algún cuartelazo o de una dictadura militar.

La Monarquía Vista por Leopardi

«El rey comete errores como cualquier otro hombre» — leemos estos días en la prensa monárquica. Propongo que nos tomemos   en   serio   el   argumento.   Puestos   a   defender la monarquía, lo primero que habría que decir es que, por ese mismo motivo (errare humanum est), desde luego habría que alegar en favor de la monarquía electiva. Es la única forma monárquica de estado que garantiza que los pueblos no se condenan durante generaciones a padecer las veleidades de una estirpe   de   imbéciles, o ser parasitados   por «una   empresa familiar». Así por cierto empezaba la reflexión de Leopardi sobre la monarquía escrita hacia 1821 en su célebre Zibaldone.

Desde que el rey dejó de ser electo, la monarquía se había convertido en  la peor  de  todas las  formas  de  estado. Si ya es  difícil encontrar al hombre adecuado para desempeñar la más alta magistratura del estado, confiar su elección al azar de la cuna o a cualquier otro criterio de elección casual parece una decisión insensata. Cosa esencial a la monarquía es la perfección del príncipe, pero en cuanto esta perfección dejó de ser considerada posible, el príncipe en seguida pudo no sólo no ser el mejor de los individuos sino incluso el peor de todos ellos. Es así como la monarquía dejó de servir al bien común y perdió su razón de ser.

Quedaba la unidad, sí, pero no el fin para el que había sido concebida; antes bien, en esas condiciones la unidad, antes que ayudar a alcanzar ese fin, se convirtió en un medio para alejarse de él. Se hacía de este modo imposible la comunión de los intereses particulares con el interés público, al tiempo que ni el pueblo podía obedecer sin ser siervo, ni el príncipe mandar sin convertirse en tirano.

Pero   Leopardi   no   se   conformó   con   atacar   el   principio hereditario   de   la   aristocracia.   La   igualdad   —prosiguió—   es incompatible con un estado cuyo principio es el de la unidad, un principio del que provienen todas las relaciones jerárquicas. De igual manera, la desigualdad es incompatible con la libertad y la democracia, puesto que no hay libertad sin igualdad, pero la igualdad por desgracia no es posible si no se pone coto a la codicia. La  πλεουεξία  —sentencia Leopardi— es el fin de la democracia.   En   un   idioma   más   cercano   a   nuestra   época podríamos   decir   que   Gordon   Gekko,  el   repulsivo   personaje cinematográfico encarnado por Michael Douglas, no tenía razón: para Leopardi greed isn’t that good.

Si la  πλεουεξία  es el fin de la democracia, es posible que la máquina   de   contar   billetes   sea   también   el   comienzo   de   la corrupción.   A   fin   de   cuentas,   la   democracia   se   basa   en   el principio de igualdad y, para que ese principio sea observado, es preciso que los circuitos del dinero y del poder se encuentren razonablemente   separados.   Por   eso   llamamos   corrupta   a   la sociedad que permite transformar el dinero en poder y también a aquella que permite transformar el poder en dinero.

Para que pueda obrarse el milagro de la transformación del dinero en poder o del poder en dinero, es preciso estar en posesión de alguno de los dos. Por eso también sabemos que la corrupción de los pueblos comienza siempre por la corrupción de sus élites.

Como escribió el viejo Montesquieu —que desde luego no era de Podemos —, «para ocultar su propia corrupción, corromperán al pueblo, y para que el pueblo no vea su ambición no le hablarán más que de su grandeza», por lo que una monarquía que se ha mantenido cobrando favores y concediendo títulos nobiliarios a sus predecesores fascistas y prebendas a sus aduladores, sólo puede ser compatible con una democracia vigilada. No desde luego con una democracia libre.

¿Caza de Elefantes o Enroque de la Monarquía?  ¿Codicia?   ¿Gusto   por   el   lujo?   Es   posible   que   esas debilidades concurran en la persona del rey Juan Carlos, pero es preciso decirlo de una vez: nadie se cree la historia del elefante de Botsuana.

Aunque las aficiones cinegéticas fueron al principio cosa de príncipes y aristócratas, las clases populares en seguida se   dejaron   corromper   y   se   apresuraron   a   emular   a   la aristocracia, de modo que pronto hubo más burguesitos con escopeta —de esos que unen apellidos corrientes y molientes poniendo un guión en medio de López y alguna otra cosa— que piezas de caza mayor a abatir. España está llena de idiotas que, en cuanto tienen dos euros, lo primero que hacen es comprarse un sombrero de cazador para que el camarero de turno en algún país   africano   les   ponga   un   animal   salvaje   delante   de   sus estúpidas escopetas.

Dos euros o lo que haga falta por una foto junto a un hipopótamo muerto a tiros, o para cubrir las paredes de sus casitas con las cabezas o las osamentas de las piezas cobradas. Cuando uno comenta por ahí fuera la afición de los empresarios   españoles   por   matar   animales   a   tiros,  mis interlocutores se asombran aún más que cuando les comento que los tan patriotas empresarios españoles prefieren comprarse vehículos alemanes antes que producir ellos mismos un prototipo español.

Marca España, creo que lo llaman

La historieta de la cacería de Botsuana ilustra bien lo horteras que son las elites económicas españolas, pero no explica igual de bien el final del reinado de Juan Carlos I. No nos engañemos. Más creíble que la del elefante es la historia del final de ese duopolio representativo que los dos partidos del régimen han   explotado   a   su   favor   desde   hace   cuarenta   años   para repartirse el poder.

No era «lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir». Se trataba más bien de que el apoyo parlamentario a una ley de sucesión en un parlamento en el que iba a entrar Podemos y en el que el PP y el PSOE iban a ver disminuida su representación hasta el entorno del 20% era tan precario como para poner en peligro la sucesión. Por ese motivo, y no por la caza de elefantes, hubo que correr. La cacería era, como gusta decir la prensa monárquica española, «una actividad privada de Su Majestad»: por hortera, anti-estética o inoportuna que   resultase, no   había   razón   alguna   para   que,  como   tal «actividad privada», tuviera que por fuerza poner fin al reinado del campechano.

Ninguna constitución monárquica dice que el rey tenga que abdicar la corona si le pone los cuernos a la reina, pero la corona española estaba obligada a enrocarse por otros motivos.   Por   eso   hubo   que   organizar   apresuradamente   la abdicación de la corona y la aprobación de la ley sucesoria antes de que el duopolio del bipartidismo se viniera abajo en el parlamento.

Es preciso subrayar que también en este punto la opacidad volvió a prevalecer. Esa es —reconozcámoslo— la actitud que molesta de la vicepresidenta Calvo. Muestra, en efecto, la cara institucional del PSOE como un partido de régimen que actúa con   la   falta   de   transparencia   propia   de   una   organización paraestatal que sabe que el país sigue perteneciendo en realidad a unos señores a los que hay que procurar no enfadar porque, habituados a creer que el país es suyo, estarían dispuestos, como ya han demostrado varias veces en la historia, a bombardear a su propia gente y a destruirlo todo en el momento en el que el menor de sus privilegios se encontrase amenazado incluso por la democracia vigilada que montaron en la «transición».

¿Ha   quedado   Socavada   la   Credibilidad   de   la Institución Monárquica?

No, desde   luego, por   la   cacería   de   elefantes.   Por inmoderado que resulte, se trata de un acto privado del emérito, igual que sus devaneos, su máquina de contar billetes y sus vacaciones   caribeñas, o lo que sea. El problema es que la monarquía ha perdido en España la posición de neutralidad que la ponía al reparo de la crítica abierta de unos y de otros. ¿Puede ahora el heredero de Juan Carlos —un rey no neutral de un estado corrupto y negacionista con las víctimas del franquismo— restaurar la credibilidad de la Casa Real después de que la presunta corrupción de su padre haya saltado a la vista de todos?

Igual que haría con la figura del presidente de la república cualquier   constitución   republicana, el   artículo   56.1   de   la constitución española de 1978 reconoce que el rey «arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones». Aunque la   lectura   que   de   esta   función   han   hecho   siempre   los monárquicos   conservadores   en   España   es   que   el   rey   se encuentra investido de una especie de «magistratura suprema», muchos pensamos que el poder judicial ya dispone de un alto tribunal para el desempeño de esta función.

Lejos, por lo tanto, de la teoría de una «suprema magistratura» lo que indica el 56.1 es que en modo alguno el papel arbitral del monarca puede significar contribuir a enfrentar a unas instituciones con otras: por ejemplo, al gobierno de la nación, o a su congreso de diputados y   senadores, contra   uno   de   los   parlamentos autonómicos.

Nada tiene de notable que el rey que ahora tienen los ciudadanos españoles se hayan abonado íntegramente —como vimos en su lamentable intervención tras el referéndum catalán del 1-O— al libretto   de la derecha política y económica en España, renunciando de paso al papel arbitral que la propia constitución le reconoce.

Los ciudadanos no somos tan ingenuos como para ignorar que los reyes —por lo general— son de derechas. Renunciar al papel de árbitro neutral que la propia constitución del 78 le confiere, y empezar a reinar sólo para una parte de la ciudadanía es lo que hizo Felipe Borbón en su intervención del 3 de octubre de 2017.

Por   eso, justamente,   ninguna   de   las   medidas   de distanciamiento   adoptadas   para   marcar   distancias   con   la presunta corrupción de su predecesor en el trono será suficiente por sí sola como para reparar el descrédito de la corona. Aunque la reina plebeya llame compi-yogui a sus amigos, en ausencia de imparcialidad ninguna de esas medidas será creíble. Si el rey no mantiene   la   neutralidad,  todas   sus   decisiones   serán inevitablemente vistas como movimientos de parte.

Lo peor de todo es que no parece que haya muchos más movimientos posibles en el actual tablero para que una familia real ya muy mermada por distintos escándalos pueda restaurar su credibilidad. Aunque soy republicano, voy a intentar ayudar.

Tal vez uno de ellos pudiera ser que el actual monarca avanzase, motu proprio, la propuesta de renunciar a la inviolabilidad que la constitución del 78 garantiza en el 56.3 a todos sus actos — públicos o privados— abriendo así la puerta a una reforma constitucional que —a partir de la iniciativa del propio monarca— ningún partido monárquico razonable podría rechazar. Con todo, lo que parece más probable no es que la corona adopte una medida inteligente de este tipo, sino que al contrario persevere en contribuir a la creciente putrefacción de la situación actual.

La Casa Real que encabezaba Juan Carlos Borbón parece haber intentado el lavado de dinero, pero, ahora que el blanqueo de capitales salió mal, la que encabeza Felipe Borbón parece querer conformarse con el lavado de imagen. Queda por ver si el blanqueo de la Casa Real saldrá bien esta vez. Es improbable.

¿Hay Alguna Salida?

Es cierto que el rey y la familia real no son políticamente responsables ni están obligados a rendir cuentas, al menos mientras   el   rey   ostenta   la   corona.   Cabe, sin   embargo, preguntarse por la situación originada a partir de la abdicación en 2014. El tiempo transcurrido desde que el emérito abdicó la corona y los hechos que se han conocido de ese período sugieren que la no responsabilidad en materia política en modo alguno puede querer decir inmunidad judicial.

Es   por   ello   que,   si   la familia real quiere preservar la corona, tomar distancia del rey emérito no va a ser suficiente. Antes bien, los miembros de la familia real deberían cooperar con transparencia y buena fe en la clarificación   en   sede   parlamentaria   o   judicial   de   las responsabilidades políticas, fiscales o judiciales del emérito. De lo contrario, tendrán que estar preparados para aceptar que, más pronto que tarde, la monarquía española vuelva —una vez más en la historia— a ser severamente puesta en tela de juicio.

Como ya hemos indicado, la credibilidad sólo será restaurada con un movimiento del actual monarca que vaya más allá de mandar al monarca emérito —que ya había abandonado la vida pública— a   tomarse   unas   largas   vacaciones.   A   tal   efecto   resultaría primordial   recordar   que   también   el   actual   monarca   podría pronunciarse, en público o en privado, a favor de la derogación del articulado del Código Penal que persigue el delito de injurias a la corona (artículos 490 y 491) y en contra del mantenimiento del precepto de inviolabilidad en el texto de la constitución.

El actual monarca tendría que actuar como el instigador de una causa que empujase a la acción a aquellos que pueden tomar la iniciativa en el parlamento o en el gobierno, pero, como su padre dijo una vez: «la ley tiene que ser igual para todos».  Volver a los principios de razón que dictan que sólo las personas —y no las instituciones, las banderas o los símbolos— pueden ser injuriadas es fundamental si no queremos resucitar los más profundos temores   que   desde   siempre   han   alimentado al   pensamiento republicano: esos que sugerían que la monarquía no es más que otra super-estructura diseñada con el objetivo de parasitar a su propio pueblo.

Nos queda, por fin, ese argumento idiota de los que dicen que la elección del modelo de estado no puede depender de la opinión que tengamos de quien ostenta el cargo. «Las personas, no las instituciones, son moralmente responsables», nos repiten incansablemente liberales y conservadores de toda laya.  Es un argumento tan necio como decir que no podemos condenar el nazismo   sólo   porque   Adolf   Hitler   nos   parezca   un   tipejo moralmente   despreciable. 

  ¿Se   imaginan   ustedes   a   alguien diciendo que Hitler era en efecto un criminal pero que eso no significa que el nazismo estuviera tan mal? Quiere pasar por un argumento equilibrado, pero no es tan obvio que lo sea, al menos si consideramos —como hizo Giacomo Leopardi— que, aunque la complexión   moral   de   quien   ostenta   el   cargo   no   puede considerarse una prueba de cargo en contra de la institución, es la   propia   institución (en   este   caso, hereditaria,   política   y judicialmente irresponsable, etc.) la que, en cambio, puede ser tenida por causante de la falta de complexión moral de quien ostenta el cargo. Eso es otra cosa.

El   rey   —cualquier   rey—   podría   ser   el   peor   de   todos nosotros, no sólo por casualidad, sino porque la naturaleza de su condición, el   poder,  la   adulación,   etc.,   contribuyan   positiva, definitiva y necesariamente a privarlo de toda probidad. No es que   la   monarquía   esté   mal   porque   ostente   la   corona   — supongamos, por ejemplo— un invertebrado moral al que le gustan los bólidos, los relojes, el dinero y el lujo. Se trata al contrario de examinar hasta qué punto puede la configuración de la propia institución resultar determinante a la hora de producir esa clase de ciudadanos de complexión moral invertebrada.

No se trata de juzgar a las instituciones en función de las personas que en ellas desempeñan sus cargos, sino de reconocer que con frecuencia son las propias instituciones las que convierten a sus inquilinos en auténticos invertebrados morales. Pues, en efecto, no es la inmoralidad del hombre la causante de la crisis de legitimación de las instituciones, sino que es mucho más fácil que   la   inmoralidad   de   las   instituciones   sea   la   que   resulte incompatible con la probidad de sus cargos titulares.

En estas condiciones, ¿qué podría exigírsele a un estado verdaderamente democrático? Muchos creemos que la respuesta es sencilla: hay que quitar de la institución todo cuanto haya podido   contribuir   a   la   degradación   moral   de   quienes   — incluyendo sus titulares— hemos de vivir bajo su sombra. Es

verdad que el estado español parece estar a otra cosa: según algunos testimonios, ha estado a amenazar a los testigos de la causa que se juzga en Suiza. En lugar de actuar como una organización mafiosa, mejor haría el aparato del estado en privar

al emérito de la condición de rey, legislar contra la inviolabilidad del que ostente la corona, terminar con la criminalización vía Código Penal de la crítica a la monarquía —que ha favorecido la opacidad y la persecución judicial de quienes no habían cometido delito alguno— y abrir el debate sobre el referéndum. Ojalá que así sea, más pronto que tarde.

CP

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